Qué no daríamos por una hora más con quien ya no está, qué no daríamos por no sentirnos ni ser los culpables de su ausencia.

Buenas noches

Hay días que me levanto con una seguridad pasmosa de que al otro lado del mundo no se debe estar nada mal y le doy vueltas durante el día para terminar durmiendo, serena, en la misma cama sobre la que horas antes amanecí.

 Conocedora de que hay lugares maravillosos (paisajes salvajes, sabores afrodisiacos, cascadas, ríos y mares, océanos, islas, gigantescos icebergs, selvas impenetrables, personas sin prisa ni hora, con estrellas) y sin embargo tengo la certeza de que el paraíso está muy lejos de todo eso y ellos ni siquiera lo sospechan.

 Cada noche llegado éste punto me duermo con pena, compadeciendo a todos aquellos que desde el otro lado del mundo o de la calle, desde todos esos lugares de un valor incalculable, ignoran tu existencia y una parte de mi, la más cruel o traviesa, sonríe orgullosa porque sólo yo conozco el nombre y los apellidos de la playa de Madrid y sé cómo suena el romper de sus olas, conozco la blancura de su espuma, la trasparencia de sus aguas, la textura de su arena, lo empinado de sus acantilados, la resaca de sus mareas, el horizonte infinito de quien es única sin siquiera imaginarlo, a sabiendas de que es precisamente eso, el desconocimiento de su propia belleza, lo que le hace insoportablemente bella.

 Les compadezco desde el cariño, la travesura y el orgullo, desde mi propio paraiso del mundo: su ombligo.

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