Qué no daríamos por una hora más con quien ya no está, qué no daríamos por no sentirnos ni ser los culpables de su ausencia.

Así de simple.

Porque me miro poco al espejo, por eso o porque no me duele, ni siquiera recuerdo si alguna vez lo ha hecho, había olvidado que tengo una cicatriz en el centro de la frente.
Hay varios tipo de torpeza y yo recurro a todos ellos con bastante frecuencia pero en éste caso la razón se remonta a mis primeros pasos, es el resultado de aprender a subir las escaleras que nos llevaban a casa, un piso de alquiler en Madrid, muy cerca del rio Manzanares, donde viví mis primeros años.
Hoy, mientras mentalmente divagaba en el cajón de trastos olvidados, por sorpresa y por accidente mi mano se ha topado con ella, como si durante años hubiese estado oculta, como si la zona en la que se encuentra no fuese lo suficientemente visible, es entonces cuando he entendido lo que hasta ahora y durante tantos años había pasado por alto.

 "Para aprender a andar hay que caerse".

Eso es lo que dice mi frente, lo cual no por ser obvio es menos importante.
Mi cicatriz es el recuerdo constante de una de las primeras lecciones que aprendemos en la vida y que conviene tener presente, sobre todo los días en los que es el suelo quien te golpea rompiendo todas las reglas de la gravedad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario