Para lo único que sirven mis cumpleaños, al igual que los 31 de diciembre es para recordarme la brevedad del tiempo y la precocidad del presente, postrarme ante ambas y autoflagelarme bajo su incompasiva mirada.
Ese día no deja de ser un domingo cualquiera en el que te felicitan y tiran de las orejas, en el que para que no pienses en el tiempo ya vivido y en un intento por compensarte su no regreso te hacen regalos y hasta se te permite pedir un deseo con tal de que soples unas cuantas velas con los ojos cerrados.
A decir verdad no recuerdo ninguno de los muchos deseos pedidos, mi memoría una vez más demuestra su sabiduría, no lleva la cuenta de los incumplidos y los hechos realidad me habrán parecido maravillosas coincidencias.
Lo malo y bueno de olvidar con tanta facilidad es que, a veces, en lugar de recuerdos traspapelas personas enteras pero no siempre a quien desearías olvidar.
Agradezco con ilusión las felicitaciones y los regalos, los tirones de orejas y las velas pero cuando soplo y abro los ojos, oteo sobre la tarta y veo con orgullo a personas que me saben querer y a las que quiero con locura pero siempre habrá alguna notable ausencia.
Volveré a desear, a soplar velas y dientes de león, comeré uvas y perseguiré estrellas fugaces, me niego a renunciar a mis coincidencias maravillosas.
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