El tiempo es inconstante, silencioso, caprichoso y precoz, siempre precoz.
A veces intento atrapar un momento, fotografiarlo en la memoria, plegarlo y meterlo en el bolsillo trasero del vaquero para más tarde sorprender a mi mano antes de echarlos a lavar y volver a saborearlo como quien fuma un cigarro tras un vuelo transoceánico, sin prisa, inundando de humo cada alveolo pulmonar pero no, nunca están donde los dejo y por un segundo dudo si los escondí en otro sitio más puritano o un descuido los habrá desecho en un centrifugado anterior.
Las cosas, al igual que las personas, se pierden por muchos motivos pero reaparecen por poquitos y esos pocos se reducen a ninguno cuando los finales se cruzan y el tiempo se agota.
Guardar algo o a alguien para disfrutarlo más tarde tiene peligro, corres el riesgo de olvidar vivirlos mientras pasan y que cuando los busques sea tarde, como un gran helado de tu sabor preferido a 40º a la sombra que reservas para más tarde pero cuando te quieres dar cuenta esta derretido y el cucurucho en el suelo. Puedes chupar la mano y mirarlo con nostalgia, imaginando lo increíble que hubiese sido disfrutarlo, puedes agacharte y lamer el suelo hasta que la lengua sangre o comprarte otro helado y esta vez meterlo en el congelador o no darle tiempo y devorarlo entero, al final cualquier decisión que tomes tendrá consecuencias que quieras o no habrá que acatar, en mi caso me he equivocado tantas veces que tengo la mano pringada, el estómago y el congelador lleno, la lengua destrozada y mi humilde fortuna invertida en cucuruchos, todo para conseguir sacar una
única conclusión:
No existen dos helado que sepan igual, ni siquiera los del mismo sabor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario