Qué no daríamos por una hora más con quien ya no está, qué no daríamos por no sentirnos ni ser los culpables de su ausencia.

A volar

Me encantan las cometas y su sencillo mecanismo: un plástico atado a un hilo, un poco de viento y a volar.
No recuerdo haber volado ninguna pero poco importa, nunca he querido ser los pies en la arena, la mano que la retiene o los ojos que la miran desde la cruda gravedad.

 Mataría de vez en cuando por ser el plástico para notar como el aire sostiene y empuja mi piel, sus cambios de dirección, fuerza y temperatura, sus momentos de serenidad... no quiero ver el atardecer, quiero estar en uno de ellos, ¡serlo! Morder el hilo y difuminarme con el mar, saborear la sal en la sequedad de mis labios, conocer que hay al otro lado del horizonte, comprender nuestra insignificancia y lo inconmensurable de la libertad, dejar en tierra todo cuanto temo sin miedo a que me alcance.

 Dicen los listos que toda regla para ser cierta debe tener una excepción que la confirme pues bien: el océano es un lugar perfecto donde esconderse si no quieres que algo o alguien te encuentre, la excepción es cuando aquello de lo que huyes, lo que te duele o da miedo eres tú mismo o esta en ti, en ese caso no importa cuanta distancia te separe de la orilla, la temperatura del agua o tus ganas de escapar, por mucho tiempo que pase será como si nunca te hubieses ido.  

 

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