Qué no daríamos por una hora más con quien ya no está, qué no daríamos por no sentirnos ni ser los culpables de su ausencia.

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 Las primeras clases de conducir son una locura, cada nuevo avance un subidón de adrenalina, mirar el retrovisor viendo pasar tu vida por las pupilas de tu profesor, los primeros semáforos, reanudar la marcha sin que se cale, pasar de segunda, descubrir que la velocidad de la luz pueden ser 50 km/h porque en tercera el mundo pasa tan rápido que parece inapreciable para el ojo humano, la enorme falta de coordinación entre pies, manos y ojos, se suceden los errores, pasan las clases y al fin llega la quinta, los 120 y las temidas cuestas, los aparcamientos estrechos, los exámenes, los nervios y para algunos los suspensos.

 No aprobé a la primera y no me avergüenza admitirlo, me gusta la velocidad y no porque me haga llegar antes a los sitios, me gusta cualquier cosa que vaya más rápido de lo que puedo ir caminando, el tiempo ha convertido el miedo en seguridad, sigo cometiendo fallos, algunos incluso como al principio pero ahora cuando fallo y alguien pita no hay nervios ni prisas, sé que volveré a fallar y que la próxima vez fallaré mejor.

Nunca se deja de aprender, cuanto más sabemos más peligrosos son nuestros fallos, lo importantes es tener la suficiente inteligencia de aceptar los tropiezos, admitirlos como parte de el proceso de aprendizaje y la paciencia necesaria para soportar los fallos ajenos que son tan buenos e imprescindibles como los nuestros.

No recuerdo donde una vez leí: " Cometer errores es natural, irse sin haberlos comprendido hace vano el sentido de una existencia."

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