Qué no daríamos por una hora más con quien ya no está, qué no daríamos por no sentirnos ni ser los culpables de su ausencia.

Luces

Todo cambia, muta y sin previo aviso, algunas cosas, se atreven a desaparecer.

Un aeropuerto es uno de los lugares más huérfanos que existen, todos llegamos con la intención de salir de allí y de hacerlo a tiempo, sin imprevistos que nos impidan sobrevolar las nubes.
 Siempre elijo ventanilla y a poder ser en la zona de las alas, ni siquiera me preocupa la salida de emergencia, quizá por lo absurda que me parece la idea de morir tras una caída al vacío pudiendo hacerlo en mi asiento.

 Si vuelas de día parece que la ciudad te acompaña, que sigue su ritmo para que en tu regreso no encuentres las siete diferencias y puedas sentir de nuevo que estas en casa.  Personalmente prefiero volar de noche, las vidas que se observan desde arriba se transforman en luces, luces de farolas, de lo que parecen coches, casas, barrios enteros, ciudades resumidas en haces de luz, así es más fácil soñar, imaginar historias, decorar la realidad.

 Cuando aterrizas en la oscuridad lo único que te anuncia el contacto con el suelo es un golpe seco, me gusta llegar con unos minutos de antelación y no porque vaya con prisa o sea una maniática de la puntualidad, me gusta porque la gente aplaude, lo celebran, nunca le he preguntado a nadie por qué, me parece bonito pensar que aplaudimos por vivir.
 A menudo nos olvidamos de eso, no de vivir, eso lo hacemos por inercia, nos olvidamos de celebrar que estamos vivos, de pensar que para que un día sea perfecto basta con que no haya bajas, un día redondo es cualquiera que por la noche, al pasar lista, estemos los mismos que amanecimos.
Se nos olvida que lo más extraordinario del día, lo que realmente lo convierte en especial, somos y esta en nosotros, la llegada de la noche nos convierte en supervivientes.

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